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SÓCRATES Y LA SABIDURÍA GRIEGA
Xabier Zubiri, Madrid 1940
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V SÓCRATES: SU ACTITUD ANTE LA SABIDURÍA DE SU TIEMPO
En primer lugar, la actitud de Sócrates ante la Sabiduría de su tiempo.
El
mundo en que Sócrates vive ha asistido a una experiencia fundamental del
hombre que, por lo que respecta a nuestra cuestión, puede resumirse en
tres puntos: la constitución del Estado-Ciudad mediante el acceso de cada
cual, con sus opiniones propias, a, la vida pública; la crisis de la
sabiduría tradicional, y el desarrollo de los nuevos saberes. La
intervención del ciudadano en la vida pública dio lugar a la constitución
de la retórica y al ideal del hombre culto. En esta cultura se apelaba
también a los grandes ejemplares de la Sabiduría tradicional:
Anaximandro, Parménides, Heráclito, etc., no por lo que tuvieran de
verdad, sino por su consagración pública. Con lo cual su saber dejó de
ser Sabiduría para convertirse en cosa manejable, en tópos, en tópico,
que se utiliza en beneficio propio o con ocasión de consagración
personal medi.ante la polémica. El celo y la insolencia tiene idéntica
raíz: el tópico. En cambio, los nuevos saberes se contraponen con
complacencia morosa a las sabidurías clásicas; mientras éstas eran algo
divino, las téknai nacieron, según el mito de Prometeo, de un robo hecho
a los dioses. Con ellas adquirieron los hombres la sabiduría de la vida.
Son saberes que se obtienen en el curso de ésta y que se tienen a
disposición de cualquiera mediante la instrucción; son mathémata.
Esta
experiencia se halla inscrita en una situación especial: en la vida pública.
Y esto le da su carácter específico, mucho más esencial para Sócrates
que su mismo contenido. Toda esa experiencia es una experiencia de
los asuntos y cosas de la vida, sobre todo públicas. Dentro de ella es
donde cobra un sentido y alcance propios.
En
efecto: no sólo lo que se sabía, "las ideas", eran cosas públicas,
sino que pasó a serlo también el saber mismo en cuanto tal. El saber
degeneró en conversación, y el diálogo en disputa. En la disputa las
cosas aparecen sujetas a antinomia, y es en ella donde se acusa el carácter
antilógico del "es" de las cosas, es decir, donde pierde toda
su transcendencia y gravedad. Del "es" nacieron las grandes
sabidurías, que se convirtieron en tópico, precisamente al perder su
punto de apoyo en la consistencia de aquél. Si el "es" es antilógico,
todo es verdad a su modo, al modo de cada cual. Y en esta evaporación del
"es" se desvanece también el hombre mismo. El ser del hombre se
convierte en simple postura. Expresemos lo mismo de otro modo: nada tiene
importancia para el sofista, y, por eso, nada le importa: sólo le
importan sus propias opiniones, y ello no porque sean importantes, sino
porque los demás les dan importancia; no porque las tome en serio, sino
porque las toman en serio los demás. Aristóteles decía, por esto, que
la Sofística no era Sabiduría, sino apariencia de Sabiduría. Dicho en
otros términos: frivolidad intelectual. Con lo cual, si bien quedó
descalificada por su contenido, planteé a la Filosofía el problema de la
existencia del sofista. La Sofística, como filosofía, no atrajo la
atención de Sócrates, ni de Platón, ni de Aristóteles, salvo la
interpretación sensualista del ser y de la ciencia, a que en algún
momento aludió Protágoras. Pero el sofista, sí. El "Sofista"
de Platón y la polémica de Aristóteles no son, en efecto, otra cosa
sino la metafísica de la frivolidad.
A
esta situación de la Sofística corresponde la de Sócrates. Sócrates se
sitúa de una cierta manera ante este tipo de existencia, y de ello
dependerá, a su vez, el contenido de la suya propia.
Sócrates
no ha tomado el contenido de la experiencia intelectual de sus coetáneos,
aislándola de la situación de donde emerge. Todo lo contrario. Y es
menester subrayarlo taxativamente para comprender en su justo alcance la
actitud de Sócrates ante el contenido de la inteligencia.
La
primera operación de Sócrates ante esa ola de publicidad, es la retracción.
Retracción de la vida pública. Comprendió que vivía en una hora en que
lo mejor del hombre sólo podía salvarse retirándose a su vida privada.
Y esta actitud de Sócrates fue todo, menos una postura elegante o
displicente. Protágoras tenía un mínimo de sustancia intelectual, pero
las dos generaciones de sofistas que le suceden no hacen, para los efectos
de la inteligencia, más que conversar y pronunciar discursos de belleza
huera, menester bien distinto del de dialogar y discurrir. Para ello se
precisan cosas. La seriedad del diálogo y la penosidad del discurrir sólo
son posibles por la sus-tanda de las cosas. Al disolver el ser en pura
antilogia, al convertirlo todo en pura insustancialidad, el hombre se ve
abandonado a la deriva de la frivolidad. Y, ¿qué es lo que hizo que para
estos hombres se perdiera la realidad y la gravedad del "es"?
Sencillamente, la pérdida de aquello mismo que lo hizo patente ante los
ojos de los grandes pensadores: la mente pensante. Cuando el decir se
independiza del pensar y éste deja de gravitar por entero sobre el centro
de las cosas, el logos queda suelto y libre. Porque el logos tiene,
efectivamente, esas dos dimensiones: la privada y la pública. El pensar,
en cambio, la reflexión, no tiene más que una: la privada. Lo único que
podemos hacer es expresar el pensamiento en el logos. Y este es el riesgo
constitutivo de toda expresión: dejar de expresar pensamientos para ser
un puro hablar como si se pensara. Cuando esa situación llega, el hombre
no puede hacer más que callar y volver al pensamiento. La retracción de
Sócrates no es una simple postura como la postura de los sofistas: es el
sentido de su vida misma, determinada, a su vez, por el sentido del ser.
Por esto es una actitud esencialmente filosófica.
La
actitud de Sócrates ante la Sabiduría tradicional viene condicionada por
esta posición en que se ha situado. Por lo pronto, Sócrates la enjuicia
desde el punto de vista de su eficacia en la vida, tal como pretende
afirmarse en los hombres pon quienes convive. Esa apelación a lo uno o a
lo múltiple, a lo finito o a lo infinito, al reposo o al movimiento, es
absolutamente innocua para asentar la vida cotidiana. Este es su punto de
partida, no otro. La prueba está en que, como argumento decisivo,
se nos presenta en el pasaje de Jenofonte antes transcrito, el que, después
de conocer la estructura del Cosmos, no podemos manejarlo a tenor de
nuestras necesidades. Sócrates, pues, prescinde en absoluto, de momento,
de lo que pueda haber de verdad o de no verdad en esas especulaciones; lo
que le interesa es subrayar su futilidad como medios de vida. Es cierto
que antes ha llamado dementes a los que se ocupan de la Naturaleza. Pero
este es otro aspecto de la cuestión, íntimamente ligado con el anterior,
sobre el que volveremos después. Esta Sabiduría que lleva a la antilogia
he aquí lo esencial para Sócrates pone de manifiesto que los
sabios son, en esta medida, de-mentes. Les falta la mens, el noûs. Esta
Sabiduría ha abandonado completamente el noeîn para volcarse solamente
en el hablar, en el légein.
Y
esto que le obliga a retirarse es también lo que determina su actitud. La
Sabiduría nació de la mente pensante. Al perderla, dejó de ser Sabiduría.
El saber ya no es producto de una vida intelectual, sino simple recetario
de ideas. Por eso la elimina Sócrates. Pero claro está que lo que le
lleva a eliminarla es, al propio tiempo, el único modo de salvarla. La
ironía socrática es la expresión de la estructura noética que va a
salvar a la Sabiduría.
Y
la prueba de que ésta es su actitud la tenemos en que no se nos dice nada
respecto de los descubrimientos físicos de Demócrito, ni de la
incipiente matemática ateniense. Naturalmente. Para nosotros, que hemos
recogido el magnífico legado de la mecánica, de la astronomía, de la
medicina y de la matemática griega, nos parece que esto es lo que fue la
ciencia helénica. Pero recordemos que toda esta ciencia comienza a
adquirir vertiginosamente su enorme volumen precisamente en la generación
inmediatamente posterior a Sócrates. De la Academia platónica se nos
refiere que tenía tal impresión de la cantidad de saber nuevo, que se
estimaba precisa más de una vida tan sólo para informarse de él. Y Demócrito,
contemporáneo de Sócrates, tenía fama de haber sido el último
verdadero enciclopedista del saber. Es evidente, pues, que estos saberes
únicos que para nosotros, europeos, tienen importancia eran aún
casi rudimentarios y minúsculos en tiempo de Sócrates, y que
desaparecían junto a los grandes monumentos del saber tradicional: Parménides,
Heráclito y aun el propio Empédocles y hasta Anaxágoras. Cuando se
habla de la actitud negativa de Sócrates ante la ciencia o habría que
evitar el equivoco de envolver en ella a la que nosotros estamos
acostumbrados a llamar la ciencia griega. Tanto más cuanto que varias de
estas ciencias serán cultivadas, y a veces genialmente acrecentadas, por
personajes pertenecientes a escuelas de inspiración socrática. Por lo
demás, pretender que Sócrates tuviera que dedicarse a ellas, para que no
las despreciara, es exigencia a todas luces desmesurada.
Lo
único que habría que añadir, a propósito de estos saberes nuevos, es
lo que hemos visto ya a propósito de la sabiduría clásica; no sea que
estos científicos vayan también perdiendo su mente. Es el gran riesgo de
la ciencia, y, probablemente, estas apresiones no fueron extrañas al alma
de Sócrates.
En
resumen: la actitud de Sócrates ante el mundo intelectual de su época
es, ante todo, la negación de su postura: la vida pública. Sócrates se
retira a su casa, y en esa retirada recobra su noûs y deja a la Sabiduría
tradicional en suspenso. El "es" vuelve a recobrar su
importancia y su gravedad. Las cosas, entonces, recobran consistencia, se
hacen nuevamente resistentes y plantean auténticos problemas. Con ello,
el hombre mismo adquiere gravedad. Lo que hace y no hace y el cómo lo
hace quedarán vinculados a algo anterior a sí propio: lo que él y las
cosas "son". La reaparición del "es" constituye la
restauración de la Sabiduría real.
Pero,
¿de qué Sabiduría? Porque nada vuelve a ser totalmente como ha sido.
Esta es la segunda cuestión: la acción positiva de Sócrates.
De Escorial, Madrid, 1940.
Cap. VI. >>>
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