Dentro de este horizonte, la sabiduría griega se ha visto envuelta en una cadena
de situaciones que conviene recordar.
1. La sabiduría como posesión de la verdad sobre la Naturaleza.
En las
costas del Asia Menor surge por vez primera, con Anaximandro, el tipo del
gran pensador que se enfrenta con la totalidad del universo. Para
referirnos, no solamente su nacimiento por la acción de los dioses o de
agentes extramundanos, como aconteció en las sabidurías orientales, sino
su realidad propia, la cual, sin excluir lo más mínimo dichas acciones
(conviene subrayarlo taxativamente), posee, sin embargo, en sí misma una
estructura unitaria y radical por el hecho de que del universo mismo, y no
simplemente de los dioses, nacen, viven y a él revierten, cuando mueren,
todas las cosas que existen en el cielo y en la tierra. Este fundo
universal, de donde nace todo cuanto hay, es la Naturaleza, la physis.
Este nacimiento se concibe por estos pensadores, con Anaximandro a la
cabeza, como un magno acto vital. Y ello en dos esenciales dimensiones.
Por un lado, las cosas nacen de la Naturaleza, como algo que ésta produce
"de suyo" (arkhé).
[3]
Por aquí la Naturaleza parece dotada de una estructura propia,
independientemente de las vicisitudes teogónicas y cosmogónicas. Por
otro lado, la generación de las cosas se concibe como un movimiento en
que éstas se van autoconformando en esa especie de sustancia que es
la Naturaleza. En este sentido, la Naturaleza no es principio, sino algo
que constituye, para este primer brote arcaico del pensamiento, el fondo
permanente que hay en todas las cosas, a modo de sustancia de que todas
están hechas (Aristóteles: Met., 983, b13). Con la idea de la
"permanencia" de ese fundo, el pensamiento griego abandonó
definitivamente los cauces de la mitología y de la cosmogonía, para dar
origen a lo que más tarde será la filosofía y la ciencia. Las cosas, en
su generación natural, reciben de la Naturaleza su sustancia. La
Naturaleza misma es entonces algo que permanece eternamente fecundo e
imperecedero, "inmortal y siempre joven", como la llamaba aun
Eurípides, en el fondo y por encima de la caducidad de las cosas
particulares, fuente inagotable de todas ellas (ápeiron). Por esto, el
griego se imaginó primitivamente la eternidad como un perfecto volver a
comenzar sin menoscabo, como una perenne juventud, en la que los actos
revierten sobre quien los ejecuta, para volver a repetirse con idéntica
juventud. Incluso lingüísticamente ha podido verse (Benveniste) cómo
los dos términos de aiôn y iuvenis, eternidad y juventud, tienen una raíz
idéntica (*ayu-, *yu-) que expresa la eternidad como una perenne
juventud, como un eterno retorno, como un movimiento cíclico. Por esto,
los grandes pensadores griegos, y todavía aun el propio Aristóteles,
llamaron a la naturaleza "lo divino" (tó theion). Para las
antiguas religiones politeístas, en efecto, ser divino significa ser
inmortal, pero con una inmortalidad que deriva de un
"inagotable" caudal de vitalidad.
La
Naturaleza es también, para un griego, algo "divino theîon, en este
sentido. Abarca todas las cosas: está presente en todas ellas. Y esta
presencia es vital: unas veces está dormida; otras, despierta. Estas
variaciones tienen carácter cíclico. Acontecen conforme a un orden y a
una medida: es el tiempo (khrónos).
Los
que arrancaron así al universo el velo que ocultaba su Naturaleza,
revelando a los hombres lo que siempre es, se llamaron los Sabios (sophoí),
o, como dice Aristóteles, "los que filosofaron acerca de la
verdad". Esta verdad no consistió, en efecto, sino en el
descubrimiento de la Naturaleza; por esto, al hablar de ella, Aristóteles
emplea como sinónimos buscar la verdad y buscar la Naturaleza (Phys.,
191, a24). Las obras de eslos sabios han sido invariablemente poemas
intitulados: "Acerca de la Naturaleza".
[4]
Con otro nombre, pero por el mismo motivo, Aristóteles los llamó también
fisiólogos, aquellos que buscaron la razón de la Naturaleza.
Los
hombres llevaron a cabo este descubrimiento por la excepcional fuerza de
su mente, capaz de concentrarse y abarcar con su mirada escrutadora (es lo
que significa el vocablo griego theória) la totalidad del universo y de
penetrar hasta su última raíz, comunicando así con lo divino (Aristóteles:
Met., 1075, a8).
El
contenido de estas sabidurías (Aris., Met., 982, b15) es preferentemente
lo que hoy llamaríamos astronomía y meteorología. Los fenómenos en que
la Naturaleza se manifiesta por excelencia son precisamente los grandes
fenómenos atmosféricos y astronómicos en que se desencadenan los
supremos poderes que se ciernen sobre todas las cosas particulares del
universo. Por otra parte, la teoría ha consistido primariamente en
"mirar al cielo, a las estrellas". La contemplación de la bóveda
celeste ha llevado a la primera intuición de la regularidad, proporción
y carácter cíclico de los grandes movimientos de la Naturaleza.
Finalmente, la generación, la vida y la muerte de los seres vivientes nos
remiten al mecanismo de la Naturaleza. Esta se muestrasobre todo en
estos tres órdenesa quien posea la fuerza para descorrer el velo que
la oculta (ya Heráclito decía que a la Naturaleza le gusta esconderse).
Esta es la verdad que nos procura este tipo de sabiduría.
Para
apreciar en su justo valor el alcance de esta actitud, coloquémonos en la
raíz de donde emerge. Trátase, en efecto, de una sabiduría; por
consiguiente, de ese tipo de saber que llega a las ultimidades del mundo y
de la vida, fijando su destino y dirigiendo sus actos. En ello convienen
el griego, el caldeo, el egipcio y el indio.
Pero,
para el caldeo y el egipcio, el cielo y la tierra son pro duetos de los
dioses, que nada tienen que ver con la índole misma de aquéllos. La
teogonía se prolonga así en una cosmogonías Lo que ésta nos muestra es
el lugar que cada cosa posee en el mundo, la jerarquía de potestades que
se ciernen sobre él. Por esto, el Sabio oriental interpreta el sentido de
los eventos. El contenido de su sabiduría es, en buena parte,
"presagio".
Pero
en el mundo indo-europeo la mirada llegará un día a detenerse más
largamente en el espectáculo de la totalidad del universo. En lugar de
referirla simplemente a un pretérito y relatar su origen o de proyectarla
sobre un futuro, adivinando su sentido, se detiene, "asombrada",
ante él, por lo menos momentáneamente. Por el asombro, nos dice Aristóteles,
nació, efectivamente, la sabiduría. En este momento, las cosas aparecen
asentadas y agitándose en la mole compacta del universo. Ha bastado este
momento de detención de la mente en el mundo para separar a indios,
iranios y griegos del resto del Oriente. Ya no tendremos cosmogonía, o,
por lo menos, su cosmogonía contendrá incoactivamente algo muy distinto.
La sabiduría deja de ser presagio para convertirse además en Sofía y en
Veda.
Fijémonos
ahora en lo que acontece dentro de esta visión. Si atendemos a lo que
dicen, el sabio griego se halla muy próximo al indo-iranio. No hay más
que una leve inflexión, que, en proximidades casi infinitesimales al
origen, es poco menos que imperceptible. Una ligera oscilación, y se
tendrá la ruta que, a lo largo de la historia, llevará al hombre europeo
por nuevos derroteros.
Al
igual que en los primeros sabios griegos, hay, en algunos himnos védicos
y en los Brahmanas y en las Upanisads más antiguas, referencias al
universo en su conjunto, al todo de lo que hay y a lo que no hay. El
universo entero se halla asentado en el Absoluto, en el Brahman. Pero al
llegar a este punto, el indio se dirige a ese universo, o para evadirse de
él o para sumergirse en su raíz divina, y hace de esta evasión, o
inmersión, la clave de su existencia. Es la identidad del Atman y del
Brahman. El hombre se siente parte de un todo absoluto, y a él revierte.
La sabiduría del Veda tiene, ante todo, un carácter operativo. Es verdad
que algún día pretenderá pasar por etapas que pueden parecerse a
un conocimiento casi especulativo. Pero este conocimiento es siempre una
acción cognoscitiva, orientada hacia el Absoluto, es una comunión con él.
En lugar de la fisiología jónica, tenemos la teosofía y la teurgia
brahmánicas.
Muy
otra es la situación del sabio griego. No es que no quiera desempeñar
una función rectora para el sentido de la vida. Todavía dice Aristóteles
que uno de los sentidos que el vocablo Sabio posee en su tiempo es el de
dirigir a los demás y no ser dirigido por nadie (Met., 982, a17). Su
función rectora se asienta en un saber excelente que abarca todo cuanto
existe, especialmente lo más difícil e inaccesible al común de los
hombres (982, a8-12). Pero este saber no es operativo, mejor dicho, no lo
es en el mismo sentido que para el indio. La sabiduría griega es un puro
saber. En lugar de lanzar al hombre a arrojarse al universo o a evadirse
de él, el saber griego repliega al hombre, en cierto modo, ante la
Naturaleza y ante sí mismo. Y en esta maravillosa retracción, deja que
el universo y las cosas queden ante sus ojos, naciendo éstas de aquél,
tales como son.
[5]
La operación de la mente griega es un hacer que consiste en no hacer con
el universo nada más que dejarlo, ante nuestros ojos, tal como es.
Entonces es cuando propiamente nos aparece el Universo como Naturaleza. La
operación no tiene más término que la patencia. Por esto, su atributo
primario es la verdad. Si el sabio griego dirige la vida, es con la
pretensión de asentarla en la verdad, de hacer al hombre vivir de la
verdad.
[6]
Es la leve inflexión por la que la Sabiduría, como descubrimiento
del universo, deja de ser una posesión del Absoluto para convertirse
simplemente en posesión de la verdad de su Naturaleza. Por esta minúscula
decisión nació el intelecto europeo con toda su fecundidad y comenzó a
escudriñar en los abismos de la Naturaleza; el Oriente, en cambio, se
dirigió hacia el Absoluto por una vía muerta en el orden de la
inteligencia.
La
sabiduría de los grandes pre-socráticos intenta decirnos algo de la
Naturaleza, nada más que por la Naturaleza misma. En la verdad del sabio
griego, el descubrimiento de la Naturaleza no tiene finalidad distinta del
descubrimiento mismo; por esto es una actitud teorética. La sabiduría
deja de ser primariamente religiosa para convertirse en especulación teorética.
Pero
sería un profundo error pensar que esta especulación es, en los primeros
pensadores griegos, algo parecido a lo que más tarde se llamó epistêmê,
y que nosotros propenderíamos a llamar ciencia. Esta sabiduría teorética,
más que una ciencia, es una visión teorética del mundo. El hecho de que
los escasos fragmentos de pre-socráticos que poseemos nos hayan llegado a
través de pensadores casi todos posteriores a Aristóteles, ha podido
falsear nuestra imagen del saber pre-socrático. En rigor, sí poseyéramos
sus escritos íntegros, probablemente se parecerían muy poco a lo que
entendemos por filosofía y por ciencia. Sus contemporáneos mismos
debieron sentir la acción y la palabra del Sabio como un despertar a un
mundo nuevo por el asombro. Fue como un despertar a la luz del día. Y,
como refiere Platón en el "Mito de la Caverna", el hombre que
sale por primera vez de la oscuridad al sol del mediodía siente de pronto
el dolor de la ofuscación y sus movimientos son un tanteo incierto,
dirigidos, más que por la luz nueva, por el recuerdo de la oscuridad pretérita.
En su visión y en su vida este hombre ve y vive en la luz, pero interpretándola
desde la oscuridad. De ahí el carácter marcadamente confuso y
bidimensional de esta sabiduría en estado de despertar. Por un lado, se
mueve en un nuevo mundo en el mundo de la verdad, pero lo interpreta y
entiende con recuerdos tomados del mundo antiguo, del mito. Así, estos
sabios tienen todavía ropaje y acentos de reformador religioso y
predicador oriental. Su "descubrimiento" se presenta aún como
una especie de "revelación". Cuando Anaximandro nos dice que la
Naturaleza es "principio", la función que le asigna se parece
sobremanera a una dominación. La sabiduría misma tiene todavía mucho de
regla religiosa: los hombres que se consagran a ella acabarán llevando un
bíos theôrêtikos, una existencia teorética, que recuerda a la vida de
las comunidades religiosas, y las escuelas filosóficas tienen aire
de secta (la vida pitagórica).
Este
carácter aún confuso de la nueva Sabiduría se patentiza con toda
claridad en la doble reacción que se produce en las mentes en orden a la
idea misma del Theós. El "principio" de Anaximandro se prolonga
en Ferécides por lo que tiene de "dominante": es la teo-cosmogonía
órfica. Pero recíprocamente, este "principio", en lo que tiene
de "raíz" o de physis, comienza a convertirse él mismo en Theós:
es la obra de Xenófanes. En Ferécides el esfuerzo de los jónicos vuelve
a perderse en el mito. En Xenófanes, al revés, la teogonía va convirtiéndose
en una especie de física jónica de los dioses, primer esbozo de la
teología.
Desde
sus origenes tenemos, pues, los tres ingredientes de que jamás se verá
ya privada la Sofía: una teoría (jónicos), una vida (pitagoreismo), una
nueva actitud teológico-religiosa (Xenófanes). Pero estos tres elementos
llevan todavía una existencia nebulosa; no ha hecho sino apuntar la nueva
visión del mundo, y con ella el nuevo tipo de Sabio.
Hará
falta un paso más para situar la mente del Sabio en una postura
diferente.
2. La sabiduría como visión del ser.
En la primera mitad del siglo y se
entra, en efecto, en una etapa decisiva. Es la obra de Parménides y de
Heráclito.
Parménides
y Heráclito representan, desde luego, una profunda antinomia en su
concepción del universo: Parménides, la concepción quiescente; Heráclito,
la concepción movilista. Claro está que las cosas no son tan simples ni
tan sencillas cuando empiezan a concretarse. Pero así y todo, es
innegable que la antinomia, aun reducida a sus justas proporciones,
subsiste. Sin embargo, me parece mucho más importante que subrayar la
antinomia insistir en la dimensión común en que se mueve su pensamiento.
Para
la sabiduría de los jónicos la especulación acerca del universo condujo
al descubrimiento de la Naturaleza, principio de donde las cosas emergen
y, en cierto modo, sustancia en que están hechas. Pues bien: para Parménides
y Heráclito, "proceder de la Naturaleza" significa "tener
ser", y la sustancia de que las cosas están hechas es equivalente a
"lo que las cosas son". La Naturaleza se convierte entonces en
principio de que las cosas "sean". Esta implicación entre
Naturaleza y ser, entre physis y eînai, es el descubrimiento, casi
sobrehumano, de Parménides y Heráclito. En realidad, puede decirse que sólo
con ellos ha comenzado la filosofía.
Sin
embargo, es menester hacer unas cuantas observaciones acerca de esta
operación intelectual.
Sería
un completo anacronismo pretender que Parménides y Heráclito hayan
creado un concepto del ser, por modesto que éste fuera. Ni tan siquiera
es verdad que su pensamiento se refiere a lo que hoy llamaríamos el ser
en general. Sería preciso bajar mucho más en la pendiente de la filosofía
griega, hasta Aristóteles, para llegar a los linderos (nada más que
linderos) del problema que envuelve el concepto del ser. Tampoco existe en
aquellos pensadores una especulación que, sin llegar a ser concepto, se
moviera, por lo menos, como diría Hegel, en el elemento del ser en
general. Para Parménides, su presunto "ser" es una esfera
maciza; para Heráclito, el fuego. Ello hubiera debido bastar para que,
desde luego, se centrara la interpretación de sus fragmentos no sobre el
ser ni sobre el ente en general, sino sobre la Naturaleza, sobre esa misma
Naturaleza que nos descubrieron los jónicos. El poema de Parménides
lleva, en efecto, por título: "Acerca de la Naturaleza", lo
mismo que el de Heráclito. Pero aun circunscrita así la cuestión,
conviene no olvidar tampoco que ni uno ni otro tratan de darnos algo que
se parezca a una teoría de la sustancia de cada cosa particular, sino más
bien de decimos algo referente a la Naturaleza, es decir, a lo que hay de
consistente en el universo, independientemente de la caducidad de las
cosas con que vivimos. Cuando, frente a esta Naturaleza, pasan ante sus
ojos las cosas, no solamente Parménides, sino también Heráclito, las
relegan, bien que por razones distintas, a un plano secundario, siempre
oscuro y problemático, en el que nos aparecen como no siendo plenamente;
por tanto, como extrañas a la Naturaleza, aunque confusamente apoyados en
ella. Lo único que les interesa es, en cambio, esa misma
Naturaleza, que, sustentando a todas las cosas, no se identifica con
ellas.
Ambos,
Parménides y Heráclito, consideran la física jónica como insuficiente,
porque, en última instancia, es una concepción que, pretendiendo
hablarnos de la Naturaleza, por tanto, de algo que es principio y sustento
de todas las cosas usuales, ter. mina por adscribirse exclusivamente a una
sola de ellas: al agua, al aire, etc. Lo que "Acerca de la
Naturaleza" van a decir Parménides y Heráclito no es eso. Lo
primero que hacen es apartarse del "trato corriente" con las
cosas usuales, reemplazándolo por un "saber" que el hombre
obtiene cuando se concentra para penetrar en la verdad íntima de las
cosas. Este hombre, que así sabe, es justamente el Sabio. Pues bien: lo
que la Naturaleza sea habrá de decírnoslo la sabiduría del Sabio, pero
en manera alguna las noticias corrientes de que dispone el hombre vulgar
en su vida usual. "Vía de la Verdad.", por oposición a
"opiniones de los hombres", llamaba a esto Parménides, y Heráclito
afirmaba, por su parte, que el Sabio está separado de todo.
¿De
qué dispone este Sabio? Ya lo vimos anticipadamente, páginas atrás: de
eso que el griego llamó noûs (y que nosotros hemos llamado, por de
pronto, mente), y que, para matizar el nuevo sesgo de la Sabiduría, habría
que traducir por "mente pensante". Pero este pensamiento no es
un pensar lógico, no es un razonamiento ni un juicio. Si se quiere
emplear la terminología escolar al uso, tendríamos que apelar más bien
a una "aprehensión" de la realidad. Sólo más tarde los discípulos
de Parménides y de Heráclito traducirán. esta aprehensión en juicios.
Ya veremos por qué.
Esta
mente pensante tiene presentes ante sus ojos todas las cosas, y lo que en
ellas aprehende es algo radicalmente común a todo cuanto hay.
¿Qué
es esto común a todo? Lo propio de la mente pensante no es ser una
facultad de pensar, que lo mismo puede acertar que errar, sino el poseer
una especie de tacto profundo y luminoso que nos hace ver certera e
infaliblemente las cosas. Por esto lo que nos otorga son las cosas en su
realidad. efectiva; dicho en términos escolásticos, su objeto formal sería
la realidad efectiva. Y esto es lo común a todo cuanto hay.
Parménides
y Heráclito consideran ambos que las cosas, independientemente de que
sean de una u otra manera para los efectos de la vida usual, tienen, ante
todo, realidad: son. "Lo que hay" se convierte idénticamente
con "lo que es". La Naturaleza consistirá, por tanto, por así
decirlo, en aquello en virtud de lo cual hay cosas. Es obvio entonces que,
como raíz de que las cosas "sean" se le llame to eón, "lo
que está siendo". Con razón observa Reinhardt que el neutro
representa aquí una primera forma arcaica de lo abstracto. Las cosas
calientes tienen en sí "lo caliente". Las cosas que hay tendrán,
análogamente, sí se me permite la expresión, el "está
siendo". Y añado el "está" para subrayar la idea de que
"ser" significa algo activo, una especie de efectividad. Al
decir, por ejemplo, "esto es blanco", queremos dar a entender
que el "es" tiene, en cierto modo, una acepción activa, según
la cual el "blanco" no es un simple atributo volcado sobre el
sujeto, sino resultado de una acción que emana de éste: la de hacer
blanca a la cosa, o hacer que la cosa "sea blanca". El
"es" no es una simple cópula, ni "ser" un simple
nombre verbal. Trátase estrictamente de un verbo activo. Pudiera ponerse
en su lugar "acontecer", en el sentido de ser algo que tiene
realidad. Pues bien: la manera cómo conciben la Naturaleza Parménides y
Heráclito actualiza, aun sin proponérselo, un sentido del ser como
realidad. No se paran a darnos un concepto de este "es" físico.
Pero su sentido queda plasmado en el término a que esta vía conduce.
Este sentido subyacente, pero acusado en sus resultados, es lo que hay de
filosofía en la física de Parménides y de Heráclito; pero, repito, sin
que sea algo temáticamente pensado bajo la forma de concepto.
La
diferencia entre Parménides y Heráclito surge cuando se precisa el
sentido activo del "es".
Para
Parménides, las cosas del universo "son" cuando tienen
consistencia, cuando son fijas, estables y sólidas. Realidad física
equivale a fijeza sólida, a solidez. Todo cuanto existe es real en la
medida en que se apoya en algo estable y sólido. La Naturaleza es lo único
(mónon) que plenamente "es", es el único sólido
verdaderamente tal, esto es, plenario, sin lagunas ni vacíos. El no
ser es vacío y distancia. La Naturaleza de Parménides es una esfera
compactas Sólo ella merece plenamente el nombre de "ser"; no así
las cosas maleables de nuestra vida usual.
Para
Heráclito, en cambio, ser equivale a "haber llegado a ser". El
célebre devenir de Heráclito no es el movilismo universal, tal como lo
afirmará más tarde Kratylos, sino un gígnesthai, un verbo cuya raíz
posee el doble sentido de generación y acontecimiento, de un "estar
produciéndose". Pero, en este caso, también "está destruyéndose".
Y en ambas dimensiones, las cosas "están"; si se quiere,
"se sostienen". La sustancia establece de donde todo emerge, la
Naturaleza, es fuego. El fuego es un principio que no produce unas cosas,
sino nutriéndose del ser de otras, destruyéndolas. Es un principio
superior, en cierto modo, al ser y al no ser, puesto que de él arrancan
ambos. Es a un tiempo y en un solo acto, fuerza de ser y de no ser: el
fuego no subsiste más que consumiendo unas cosas (principio de no ser),
precisamente para que por ese mismo acto cobren su ser otras (principio de
ser). No es la unidad dialéctica del ser y del no ser, sino la unidad cósmica
de la generación y destrucción en una única fuerza natural. Cada cosa
procede así de su contraria. Y a esta interna "estructura" es a
lo que Heráclito llamó harmonía.
Pero,
prescindiendo del contenido antitético de ambas concepciones, hay algo en
cierto modo común a ellas, y más importante que su propia diferencia.
Entendiendo el ser como un "estar", la fuerza que hace que
"estén ahí" las cosas es o bien una pura fuerza de ser (Parménides),
o bien una fuerza de ser y de no ser (Heráclito). Empleando, pues, una
denominación a priori, podríamos decir que la Naturaleza es algo así
como una estable "fuerza de ser". Todavía en Platón se hablará
del ser como dynarnis, fuerza o capacidad.
Y
esta "fuerza de ser" se le muestra al hombre en un especial
"sentido del ser", que es, por esto, un principio de verdad.
Para Parménides y Heráclito, este sentido, llámesele mente pensante o
logos, o la interna articulación de ambos, es, ante todo, un principio cósmico.
En Parménides la cosa es clara. Y no lo es menos para el logos de Heráclito.
El logos es, en el hombre, algo que dice una cosa con muchas palabras, y
las muchas palabras sólo se convierten en logos por algo que hace de
ellas un uno. Tomada la cosa desde lo que el logos dice, desde lo dicho,
esto significa que cada una de las cosas expresadas por las palabras sólo
es real cuando hay algún vínculo que la sumerge en ese todo unitario,
cuando es una emergencia de él. Y este vínculo es el "es", que
refiere cada cosa a su contraria. Por eso concibe Heráclito el logos como
la fuerza de unidad de la Naturaleza, cuya estructura de contrariedad está
sometida a plan y medida.
El
hombre tiene una parte en este logos y en esta mente: se le revelan como
una especie de voz interior o de guión interno, que refleja y expresa
desde el fondo de nosotros mismos lo que las cosas son, aquello a que
hemos de atenernos cuando queremos hablar de veras de ellas. Nuestra mente
y nuestro logos son, por esto, principio de Sabiduría. Por diferente que
sea la concepción del Sabio a que hayan llegado Parménides y Heráclito,
coinciden esencialmente en que, a partir de este instante, la Sabiduría
queda adscrita a la visión de lo que las cosas son.. El Sabio va dirigido
al descubrimiento del ser. Sólo puede saberse lo que es. Lo que no es no
puede ser sabido.
Para
entender bien lo que esta concepción significa, recordemos una vez más
que el primitivo fisiólogo empleaba la idea de physis y phyein,
naturaleza y nacimiento, en su acepción más concreta y activa. En ella
van envueltas dos dimensiones. Por un lado, el que las cosas "nazcan
de" o "mueran en". Por otro, el término de este proceso es
que las cosas lleguen a ser o dejen de ser. Pensemos que de la misma raíz
de donde deriva el vocablo "génesis" procede la forma verbal
que expresa el acontecer. Los jónicos emplearon el verbo gignomai,
engendrar o acontecer, en una forma que no va adscrita disyuntivamente a
ninguno de ambos sentidos, y que, por lo mismo, significa todavía ambos a
la vez, mientras se mantengan unidos en su raíz común; pero esta raíz
común, que es lo único en que los jónicos pensaron plenamente, apunta a
elegir entre una de estas dos posibilidades.
Pues
bien: considerada la Naturaleza en su primera dimensión, llegamos a la
visión de un todo de donde nacen las cosas y de donde se nutren
sustancialmente. Cada cosa es, así, un "engendro" de este todo.
Este es el cauce por donde han discurrido también los Vedas y las
Upanisads más antiguas, partiendo éstas del todo, como Brahman.
Pero
el pensamiento griego ha seguido más bien la segunda dimensión posible
del nacer, del gignomai. La Naturaleza aparece entonces más bien como una
"fuerza de ser". Lo dinámico de la fuerza queda conservado,
pero se vuelca totalmente en "ser".
La
primitiva literatura filosófica india no se apoya en el verbo as-, ser,
sino en el verbo bhu-, equivalente al phyein griego, con el sentido de
nacer y engendrar. Toda la exuberante riqueza de matices intelectuales de
las cosas se expresa por las innumerables formas y derivados a que da
lugar el segundo verbo. Las cosas son bhuta-, engendros; el ente es bhu-,
el nacido, etc. El verbo as- no tiene, en cambio, más misión que la de
una simple cópula sin consecuencias. Tan sin consecuencias, que el
pensamiento indio jamás llegó a la idea de esencia. No es que el Vedanta
carezca en absoluto de algo equivalente a nuestra noción de esencia. Pero
no es sino una remota equivalencia. Para los griegos la esencia es una
característica puramente lógica y ontológica: es lo que corresponde en
las cosas a su definición y lo que les da su naturaleza propia. En
cambio, el indio supedita siempre estas nociones a otras más elementales
y de distinto carácter. Para él, la esencia es ante todo el extracto más
puro de la actividad de las cosas; en el mismo sentido en que empleamos
todavía hoy el vocablo cuando hablamos de una esencia en perfumería.
Hasta tal punto, que una de las más primitivas denominaciones de lo que
nosotros llamamos esencia, es rasa-, que propiamente significa savia,
jugo, principio generador y vital. Esta diferencia trasciende hasta la
idea misma del ser. Mientras para Parménides, y aun para todos los
griegos en general (dicho en términos un poco esquemáticos), la característica
del ser es estar, persistir y, por tanto, ser inmutable, no cambiar (akineton),
para el Vedanta el ser (sat-) es más bien lo que se posee a sí mismo en
perfecta calma, en paz inalterable (shanti-). Esta contraposición entre
la quietud eleática y la calma o paz vedántíca no puede olvídarse
a beneficio de analogías externas, y evitará el confundir
precipitadamente ón y sat-. El pensamiento indio es la realidad de lo que
hubiera sido Grecia, y, por tanto, Europa entera, sin Parménides ni Heráclito:
en términos aristotélicos, una especulación sobre las cosas por entero,
sin llegar jamás a hacer intervenir el "son"; algo que, muy
remotamente nada más, recuerda la gnosis.
Ha
bastado esta ligera variación en el objeto del pensamiento para dar lugar
a Parménides y Heráclito.
Interpretando
el Brahman como alma universal (identidad del atman y del brahman) el
indio llegó a una especie de ontogonía. Tomando la Naturaleza como una
fuerza de ser, llegaremos a una ontología.
Pero
antes hay que dar un paso más. Será la obra de las generaciones
inmediatamente posteriores a las Guerras Médicas. Mas, desde ahora, la
Sabiduría ya no será una simple visión de la Naturaleza, sino una visión
de lo que las cosas son, del principio y sustancia que las hace ser, de su
ser.
3. La Sabiduría como ciencia racional de las cosas.
Las generaciones
posteriores a las Guerras Médicas recogerán, en efecto, el fruto de esta
gigantesca conquista.
La
nueva vida creada en Grecia enriquece enormemente lo que había sido el
mundo usual de los griegos hasta entonces. Ante todo, conviene citar, para
nuestros efectos, el desarrollo paulatino de un cierto número de saberes
en apariencia modestos, cuya importancia creciente va a ser un factor
decisivo de la vida intelectual helénica. A estos saberes especiales se
les llamó tékhnai; nosotros lo traduciríamos por técnicas. Pero los
griegos entendían el vocablo en un sentido completamente distinto. Para
nosotros, técnica es un hacer. Para el griego es un saber hacer. El
concepto de tékhne pertenece al orden del saber, hasta el punto de que, a
veces, Aristóteles aplica ese nombre a la Sabiduría misma. Estos saberes
se refieren principalmente al saber curar, saber contar, saber medir,
saber construir, saber dirigir batallas, etc. De tiempo atrás venía ya
haciéndose esto; pero ahora estos saberes van a comenzar a ir tomando
cuerpo. Y se encuentran los hombres de esta época, junto a las piezas
de Sabiduría antigua y ejemplar, con estos saberes, aplicados no como aquélla,
a la mole ingente y divina de la Naturaleza, sino a esos objetos urgentes
para la vida, y que la Sofía descalificó arrojándolos fuera del orbe
del ser.
La
modificación profunda que la Sofía primitiva ha padecido por la obra de
los jónicos invade en cierto modo la conciencia pública. La creación de
la tragedia clásica pone de relieve esta nueva situación. Sean
cualesquiera sus orígenes, y al margen de las varias interpretaciones a
que sus elementos puedan dar lugar, no hay la menor duda de que en Esquilo
y en Sófocles la tragedia constituye, entre otras cosas, un medio de
transmitir al público la Sabiduría acerca de los dioses y de los
hombres. Pero una transmisión cuyo carácter peculiar pone, una vez más,
al descubierto diferencias que afectan a la estructura misma de la Sofía.
Mientras los nuevos sabios intentan un tipo de sabiduría que se refiere a
la Naturaleza, la tragedia se refiere más bien al primitivo fondo
religioso de la Sabiduría. Y los dos tipos comienzan a denunciar sus
divergencias, en el procedimiento mismo de que se sirven para transmitir
su contenido. Los nuevos sabios se apoyan en el ejercicio de la mente; los
trágicos, en la impresión, en el páthos. Puede decirse que mientras la
obra de los filósofos fue la forma noética de la Sabiduría, la tragedia
representa la forma patética de la Sofia. Más tarde la sabiduría noética
invadirá de tal modo el alma de los atenienses, que su fondo religioso
quedará, aun en la tragedia misma, relegado a una simple supervivencia
poco operante: fue la obra de Eurípides.
Pero
hay más. No solamente se contrapone la nueva Sabiduría a la Sabiduría
religiosa, sino que dentro de aquélla, dentro de la Sabiduría noética,
las tékhnai, las técnicas, los saberes de que el hombre es descubridor y
ejecutor en la vida usual, van a crear una nueva situación a la filosofía.
El volumen que han logrado hace difícil mantener esta situación.
Se
siente vivo el choque entre el noûs y la tékne, la técnica. Hasta ahora
los dioses habían entregado al hombre todo menos el noûs, órgano que
descubre el destino y la suerte de los eventos. Ahora el noûs no
pretenderá ciertamente suplantar a los dioses en este cometido, pero atm
dentro de un área más limitada y circunscrita, todo hombre
ateniense, y no sólo el Sabio, se siente dotado de esa facultad divina,
siquiera sea para la creación de estos modestos saberes cotidianos que
son los saberes técnicos. Los griegos sintieron súbitamente, sin
embargo, una especie de endiosamiento: un dominio hasta ahora privativo de
los dioses pasa a manos de los hombres. La cosa fue más compleja de lo
que a primera vista pudiera parecer. Compárese en este respecto el
Prometeo encadenado de Esquilo con la Antígona de Sófocles, y se verá
la nueva ruta que estos saberes técnicos van a obligar a emprender al
pensamiento ateniense. En Esquilo las técnicas se presentan como un rapto
a los dioses, y, por tanto, algo que en última instancia viene de ellos.
Pero en la generación siguiente, en Sófocles, los saberes técnicos son
una creación de los hombres, una invención para la que están
capacitados por su propia naturaleza. Y esto obligó a cambiar el panorama
de la Sabiduría misma. No sólo hay una escisión entre la Sofía
religiosa y la Sofía noética, sino que, además, esta última va a
discurrir por cauces nuevos. Junto a las creaciones de los grandes Sophoí,
tenemos la Sabiduría que consiste en descubrir y usar de la physis de las
cosas.
Quizá
en ningún punto es más visible el contraste que en la tékhne iatrike,
en la medicina, la primera, por su volumen y desarrollo de las técnicas
de nueva creación. No es que la Sabiduría tradicional no ocupe un lugar
central en el Corpus Hippocraticum. Todo lo contrario. El tratado
pseudohipocrático Acerca del número siete es precisamente el exponente
de esta interpretación cósmica de la naturaleza humana. Se establece un
riguroso paralelismo entre la estructura del cosmos y la del cuerpo
humano. Por vez primera aparece la idea y el vocablo microcosmos aplicado
al hombre, por lo menos en forma precisa y no puramente metafórica.
Macrocosmos y microcosmos poseen isonomía, y de aquí la idea de simpatía
que constituirá una base inconmovible de la medicina y hasta de toda la
Sabiduría griega, sobre todo en la época del helenismo. Digamos de paso
que el problema histórico que plantea este pequeño tratado es de
insospechada envergadura. Hay un paralelismo, muchas veces literal, con
textos iranios en que se conservan trozos del perdido Damdat-Nask. Un
examen filológico minucioso prueba la anterioridad del texto iranio
respecto del griego.
[7]
La idea griega de isonomía se debe, pues, al influjo del Irán sobre
Grecia, probablemente a través de Mileto. Es el único hecho y documento
fehaciente en el célebre problema de las relaciones entre Grecia y Asia.
Junto
a esta concepción básica, y fundados en buena parte en ella, algunos
escritores hipocráticos revelan la nueva idea del mecanismo de la salud y
de la enfermedad. Así, en el tratado Acerca del morbo sacro, la
epilepsia. Aquí es donde aparece con todo su empuje el nuevo problema que
se plantea a los pensadores griegos, y su distanciamiento cada vez mayor
de otros pueblos, como la India. Para Hipócrates la epilepsia no es una
enfermedad más ni menos divina que las demás. Esto no nos interesa para
nuestro problema. Lo decisivo es la actitud general que con este motivo
toma Hipócrates ante la enfermedad. Hipócrates no duda de que la
Naturaleza sea obra de los dioses, pero estima que tratar de obtener
efectos naturales ofreciendo sacrificios a aquéllos no es devoción sino
impiedad, porque equivale a pretender que los dioses anulen su gran obra,
la Naturaleza. Sólo el estudio de la Naturaleza capacita al hombre para
la creación de su técnica médica. Recordemos ahora qué distinta va a
ser la ruta que casi al mismo tiempo que Hipócrates van a emprender los
Brahmanes indios. No sólo el sacrificio continúa ocupando un lugar
central en su concepción del mundo, sino que su fuerza va a ser decisiva.
El sacrificio es algo a que se hallan sometidos hasta los propios dioses.
De aquí la sustantivación y divinización de la fuerza inherente al
sacrificio, hasta convertirla en divinidad radical y última estructura
del universo. El cosmos entero no es sino un ingente sacrificio, y los
sacrificios que los hombres ofrecen a sus dioses son compendio y comunión,
a un tiempo, con la física cósmica. Mientras la India llegará a su
metafísica por las vías cada vez más ricas y complicadas del saber
operativo, Grecia dedicará su saber puramente teorético a la interna
estructura de las cosas, primero de la Naturaleza y después las cosas
usuales de la vida, a las que se consagrará con ardor el noûs técnico.
Este
mundo usual, tan rico y fecundo, no puede quedar fuera de la filosofía.
"Las cosas", en su sentido primario, no son solamente la
Naturaleza, los seres naturales (physei ónta); cosas son también esas de
que el hombre se ocupa en la vida y de que se sirve para satisfacer sus
necesidades o para solazarse. En este sentido, el griego las llamó prágmata
y khrérnata. Y son estas cosas las que plantean a la filosofía un agudo
problema.
Pero
en la misma obra de Parménides y Heráclito hay algo que va a permitir
salvar la nueva realidad. La Sabiduría, recordémoslo, es un saber acerca
de las cosas que son. El órgano con que llegamos a ellas, la mente
pensante, consiste, a su vez, en hacernos ver que las cosas son,
efectivamente, de una u otra manera. Vencidas las dificultades primeras
con que tropieza la filosofía de Éfeso y de Elea, queda flotando en el
ambiente, como resultado de esta especulación, el "es", el
"ser".
Ya
hice observar que, para Parménides y Heráclito, este vocablo poseía aún
un sentido activo oriundo del phyein y del gignomai, nacer. Sin embargo,
ahora, gracias a la obra de aquellos dos titanes del pensamiento, el
"es" adquiere una sustantividad propia, se independiza del
"nacer" y cobra un uso y un sentido cada vez más alejado de
este último verbo. El proceso intelectual en que esto acontece
caracteriza la labor de estas tres generaciones a partir de Empódocles.
Proceso que transcurrirá en dos sentidos perfectamente convergentes.
Por
un lado, tanto Parménides como Heráclito, al especular sobre la
Naturaleza de los jónicos, la entendieron, según vimos, como "lo
que está siendo", lo que es la fuerza misma del ser. Dejemos de
lado, por el momento, el aspecto negativo de la cuestión, es decir, ese
mundo descalificado por el Sabio como algo que, en última instancia, no
"es" plenamente. Si nos fijamos en el aspecto positivo, sobre
todo en lo que Parménides nos dice "acerca de lo que es", nos
encontraremos con que este "es", que aún tiene en el filósofo
de Elea un sentido activo, va a atraer la atención de sus sucesores en
forma tal, que perderá su sentido activo para significar tan sólo el
conjunto de caracteres constitutivos de "lo que" es: algo sólido,
compacto, continuo, uno, entero, etc. El "es" se refiere
entonces tan sólo al resultado y no a la fuerza activa que conduce a él.
Así, "des-naturalizado", es decir, con entera independencia de
la Naturaleza y del nacer, el "es" conduce a la idea de cosa. Es
sabido que ya en indoeuropeo, el proceso primario que condujo a la formación
de los nombres abstractos no fue una "abstracción" de
propiedades, sino antes bien la sustantivación de ciertas acciones de la
naturaleza o del cuerpo y de la psique humanos: el "viento" es
primitivamente el acto sustantivado de "estar venteando" (permítasenos
no entrar en mayores precisiones). Y al sustantivarse, el mundo mismo
queda, en cierto modo, escindido entre "cosas", de un lado, y de
otro, "sucesos" que acaecen a las cosas, o acciones que ellas
ejecutan. Con lo cual las cosas pierden, incluso semánticamente, el
sentido activo de la acción que empezaron por sustantivar y del nombre
que sirvió para designarías: el viento es entonces una cosa.
[8]
Pues bien: ya creo que, desde un punto de vista meramente semántico, este
proceso culmina en la idea misma del ser que introducen Parménides y Heráclito.
Las cosas nacen y mueren; entretanto "están siendo". La
sustantivación de este acto es la primera vaga intuición de la idea del
ser: tó eón es el "estar siendo" de un impersonal. Pero esta
acción al sustantivarse produce una grave escisión. De un lado, el
"estar siendo" se convierte en "lo que es", el ente;
de otro, hay la vicisitud ontológica de "llegar a perdurar en, o
dejar de" ser de eso que es. El ser pierde su carácter activo: es la
idea de cosa; y los procesos físicos son simples vicisitudes adventicias
de las cosas.
Pero
entonces ya no se percibe el menor inconveniente en que haya muchas cosas.
Las cosas usuales de la vida dejarán de lado su carácter usual para
convertirse en "cosas" a secas, las khrémata serán
inmediatamente tà ónta, entes. Con lo cual el mundo en que todos
vivimos, y que quedó inicialmente descalificado, vuelve a entrar, en la
filosofía, en una nueva forma: la de las "muchas cosas". La
idea de cosa ha nacido, pues (y esto es lo esencial en que me interesa
insistir), en el momento en que el "es" ha dejado
completamente a espaldas la dimensión activa procedente del
"nacer", para adscribirse exclusivamente a una de las varias
posibilidades incoactivamente implicadas en dicho verbo: la que se refiere
a la condición del objeto "nacido" o "engendrado".
Pero,
por otro lado, hay algo más. El saber, veíamos, era, para Parménides y
Heráclito, solamente saber lo que es. Esto significó que, así como la
naturaleza es "lo que está siendo", así también la mens es un
"sentido del ser" que se afirma por sí mismo en la realidad. El
"es" fue así, en cierto modo, la sustancia misma de la mente y
del logos. Pues bien: al independizarse el "es" del
"nacer", se independiza también de esta realidad humana. Así,
"des-animado" y "des-mentado", adquiere un rango autónomo:
el "es" como cópula. Hasta ahora no había desempeñado función
ninguna en filosofía. Pero ahora va a entrar en ella por la puerta que le
abrieron Parménides y Heráclito. El pensar, además de ser impresión y
visión, será afirmación o negación. El soporte del "es" será
entonces preferentemente el logos: el logos de la vida usual, el que dice
lo que en ella piensa el hombre y que sirvió para definirlo, entrará a
su vez en la filosofía como "afirmación y negación".
Y
los dos desarrollos que adquiere el "es", al perder el sentido
activo que poseía por su primitivo arraigo en el "nacer" y en
la mente pensante, convergen de modo singular. El "es" de la cópula
se entenderá, ante todo, como el "es" de las cosas y recíprocamente.
Con lo cual se produce una situación completamente nueva: la afirmación
o negación sobre las cosas.
Evidentemente,
apresurémonos a decirlo, en este momento no se especula ni sobre la idea
de cosa ni sobre las afirmaciones acerca de las cosas. Pero la especulación
recae sobre "cosas" y va orientada a ellas, en tanto que
expresadas en una afirmación o negación. Este es el producto genial del
nuevo espíritu.
Para
concretar: tomemos, ante todo, la cuestión por el lado de las cosas. Se
mantiene, desde luego por lo menos en principio con Empédocles y
Anaxágoras la idea de Naturaleza concebida como raíz de aquéllas. Sólo
la Naturaleza merecerá, pues, propiamente el título de "ser"
con verdad y plenitud. A su lado, es verdad que ninguna de las cosas de
este mundo usual es, en última instancia, "cosa" en su
sentido plenario; y, precisamente por no serlo, su nacimiento y su muerte
no podrán interpretarse como una verdadera generación, sino como simple
composición y descomposición, lo cual implica, en cambio, la existencia
de muchas otras verdaderas cosas. La Naturaleza contiene "muchas
cosas", esta vez en sentido estricto, de cuya combinación resultan
las cosas usuales. Cada una de aquéllas será una verdadera cosa en el
sentido de Parménides. Al aplicar, pues, la idea de cosa al mundo usual,
el griego se ve inexorablemente compelido a continuar descalificándolo,
pero esta vez disolviéndolo en una multiplicidad de verdaderas cosas,
cuyo conjunto apretado constituye la Naturaleza. Empédocles llamará a
estas "cosas verdaderas" las "raíces de todo", que
supuso eran cuatro. Anaxágoras las llamó "semillas", y creyó
que eran infinitas, pero sin separación; de suerte que en todo trozo de
la realidad, por pequeño que sea, hay algo de todo. Una generación más
tarde, Demócrito seguirá considerándolas como infinitas en número,
pero separándolas para ello por el vacío, cuya realidad se proclama
entonces por primera vez: es la idea del átomo. La generación siguiente,
con Arquitas, recurrirá más bien a una especie de puntos de fuerza
inextensos, pero extensibles. Platón llamará genéricamente a todas
estas últimas cosas "elementos" (stoikheîa). Entender las
cosas será conocer cómo se hallan compuestas de estos elementos. Empédocles
y Anaxágoras hablarán entonces de las cosas usuales como predominios de
unas raíces o semillas sobre otras; Demócrito, de combinaciones de átomos;
Arquitas, de configuraciones geométricas. En todo caso, las cosas usuales
estarán caracterizadas por lo que, desde Demócrito, se llamó esquema o
figura (skhéma, eîdos).
El
órgano que lleva a cabo esta interpretación del universo es el logos,
que afirma o niega una cosa de otra. Por lo pronto, se entenderá que cada
uno de los términos de la afirmación es, a su vez, una "cosa",
ser y no ser será estar unido y separado. Afirmar o negar no será más
que unir o separar con el logos. Así dirá, por ejemplo, Empédocles que
las aves son, sobre todo, fuego. La "cosa-fuego" es, por un
lado, el ser del ave; pero, por otro lado, nos da a entender lo que el ave
es. El logos, que significó primeramente decir o entender, ha
pasado a significar entonces lo entendido; y por esto el fuego es, a la
vez que ser del ave, razón suya. A esta razón el griego continuó llamándola
logos. Un logos que es de la cosa, antes que del individuo que la expresa.
Es, como diría un griego, el logos del ón, del ente; por tanto, algo que
pertenece a la estructura de éste. Ha nacido el mundo del logos. La idea
de las muchas cosas lleva a la idea del ser como razón, a la idea de la
racionalidad de las cosas. Una idea preparada ya por la "medida"
de Heráclito, pero que solo ahora adquiere pleno desarrollo.
Porque
a partir de este nuevo estadio, el lugar natural de la realidad verdadera
será la razón. Y comenzará a funcionar por vez primera esa maravillosa
combinación de razones, de lógoi que llamamos raciocinio. Esta fue la
obra, sobre todo, de Zenón; en manera alguna, como suele decirse, de Parménides.
Claro está que en forma rudimentaria. Para esta primera forma arcaica de
la lógica, afirmar o negar será unir o separar cosas. De ella surgieron
las célebres aporías de Zenón. Cualquiera que sea su último sentido,
de aquí ha de partir toda interpretación suya. Reconocemos ya, en esta lógica,
el gigantesco brinco que habrá de dar más tarde Aristóteles para
descubrir, junto a las cosas, sus "afecciones o accidentes", con
lo cual cambiará de alto en bajo el cuadro del logos y creará el
edificio de la lógica clásica.
En
las generaciones siguientes, la de Demócrito y la de Arquitas, este
instrumento dará los primeros productos espléndidos del espíritu
ateniense: la matemática, la teoría de la música, la astronomía; y
comenzará a codificarse también la teoría de los temperamentos. Sólo
un par de veces cruzará por el mundo del logos un sintomático
estremecimiento. Allá cuando Platón pregunte si los elementos de la razón
son, a su vez, racionales, o cuando Theetetos descubra racionalmente, en
la raíz cuadrada de dos, la realidad de lo irracional. Poco importa.
En
estas tres generaciones, que se han sucedido apretadamente, se ha operado
una enorme creación mental. Las cosas han cobrado estructura racional:
ser es razón. La mente se ha convertido en entendimiento y volcado en el
logos: el "es" ya no es objeto de visión, sino de intelección
y de dicción. La Sabiduría ha dejado de ser una visión del ser
para convertirse en ciencia: el Sabio irá apartando progresivamente su
mirada de la Naturaleza para fijarse en cada cosa; la Naturaleza, con mayúscula,
cederá el paso a la naturaleza con minúscula. Cada cosa tiene su
naturaleza. Descubrirla racionalmente es la misión del Sabio; el sabio
será, desde ahora, el científico. Aristóteles nos refiere,
efectivamente, que se llama también sabio al que tiene una ciencia
estricta y rigurosa de las cosas (Met., 982, a13).
Es
la obra de ese minúsculo factor que se ha deslizado en la mente europea
para atenazaría sin descanso: el "es".
4. La Sabiduría como retórica y cultura.
A raíz de las Guerras Médicas,
no sólo se desarrollan los nuevos saberes que dieron origen a la
constitución de la ciencia. También, y principalmente, cambia la posición
del ciudadano en la vida pública, y con ella nace una nueva tékhne, un
nuevo saber técnico: la política. El logos del hombre no es sólo
facultad de entender las cosas: es también, según indicamos, lo que hace
posible la convivencia. Se convive, en efecto, cuando hay asuntos comunes.
Y ningún asunto se hace común sin dar una cierta publicidad al
pensamiento de cada cual. Vimos en el párrafo anterior cómo entró en la
filosofía cada cosa con el logos que la enuncia. Pues bien: va a entrar
también en ella el logos de cada uno de los ciudadanos. Y por esta
segunda dimensión del logos la filosofía irá a parar a regiones
insospechadas. Tal va a ser en parte, por lo menos la obra de la Sofística,
con Protágoras a la cabeza. No es que la sofística sea exclusiva, ni tan
siquiera primariamente filosofía; pero indiscutiblemente envuelve una
filosofía explícita unas veces, implícita otras.
Desde
luego, en lo que tiene de filosofía, la sofística, por paradójico que
ello pudiera parecer, es posible gracias a Parménides y Heráclito.
Recordemos una vez más cómo el "es" se independizó de su
sentido activo, tanto en las cosas como en el pensar. Consideremos ahora
este pensar, no en cuanto enuncia cosas, sino de su función pública, en
el hablar. ¿De qué se habla? De cosas. Pero las cosas que constituyen la
vida pública son los "asuntos". La ciencia interpretó
inmediatamente, según vimos, estas prágmatas y kherêmata como ónta;
instrumentos, utensilios y medios de vida fueron, ante todo,
"cosas". Ahora, en cambio, eso que la ciencia llamó
"cosas" pasa a segundo plano: lo primario son las cosas en el
sentido de que nos ocupamos y nos servimos de ellas. Y, en este sentido más
amplio, son cosas muchas que no lo son como entes: por ejemplo, los
asuntos, la ciencia misma. De las cosas, así entendidas, es de lo que los
hombres hablan entre sí. En la vida ciudadana tendrán una función
central las horas de la skhole, del ocio o reposo de los
"negocios"; y allí, en el ágora, en la plaza pública, el
ciudadano, "liberado" de sus negocios, se dedica a
"tratar" de sus asuntos concernientes a cosas. Es la vida pública
o política.
Pues
bien: el "es" de la conversación va a ser el "es" de
las cosas tales como aparecen en la vida usual. El logos de la conversación
no es una simple enunciación, sino que expresa una aseveración frente a
la de los demás interlocutores. El "es" refleja entonces lo que
hace posible la conversación, aquello a que toda aseveración tiende y
ante quien toda aseveración va a inclinarse. Cuando el "es"
adquirió rango propio en la intelección se tuvo la afirmación o negación
de cosas. Cuando el "es" se introduce temáticamente en el diálogo,
significa más bien "que es", esto es, la verdad. Cada aseveración
pretende ser verdadera, pretende nutrirse del "es" y apoyarse en
él. El "es" es lo común a todos, el "con" de la
convivencia. Gracias a él, la simple elocución se torna en diálogo. Es
menester no olvidar esta conexión para interpretar el sentido de lo que
va a acontecer: la lógica, como teoría de la verdad, nació
esencialmente del diálogo. Razonar fue, ante todo, discutir.
El
"es", como verdad, afecta primariamente al decir y al pensar
mismos. Junto a las obras de sus contemporáneos Empédocles y Anaxágoras
intituladas "Acerca de la Naturaleza", una de las obras de Protágoras
se llamará "Acerca de la Verdad". Claro está que ya Parménides
había hablado de la vía de la verdad. Pero allí la verdad era el nombre
del camino que conduce a las cosas; aquí ha pasado a significar el nombre
de las cosas en cuanto averiguadas por el hombre. Y esto lleva al problema
del "es" por nuevos derroteros. Porque mientras el hombre no
hace más que contemplar las cosas y enunciarías, no tiene ante sus ojos
sino las cosas. Pero en cuanto dialoga, eso que las cosas son transparece
a través de lo que otro dice. Lo que inmediatamente tengo entonces ante
mis ojos no son las cosas, sino los pensamientos del otro. Los problemas
del ser se convierten automáticamente en problemas del decir. La razón
de las cosas deja el paso a mis razones personales. Hasta el punto de que
la primera intuición de que algo es verdad proviene de algo en que todos
están de acuerdo.
Si
todos dijeran lo mismo, no habría cuestión. Pero lo grave es que hay
cuestiones precisamente cuando los hombres, al querer vivir de las cosas
mismas, se encuentran en mutua discordia. La conversación servirá, en
principio, para ponerlos de acuerdo. He ahí el hecho fundamental de que
partiera Protágoras. El "es" sólo hace posible la convivencia
salvando lo que dice cada cual. De aquí derivan dos consecuencias.
Primeramente,
la discordia pone de manifiesto que el "es", como principio del
diálogo y fundamento de la convivencia, significa la "manera de ver
las cosas". Ser significa "parecer". A cada cual este es
el sentido del diálogo le parecen las cosas de una cierta manera. Pero
no se trata de un subjetivismo. Se trata precisamente de todo lo
contrario: de que no puede hablarse de lo que las cosas sean o no, sino en
la medida en que los hombres se refieren a ellas. Esta referencia es
esencial a las cosas usuales de la vida y lo que las constituyen en tales.
Lo que en ella acontece es simplemente que las cosas "aparecen"
ante el hombre. El ser de las cosas usuales de la vida significa para
estos hombres "aparecer". Algo que no apareciera ante nada ni
ante nadie no sería una cosa de la vida. El criterio del ser y del no ser
de las cosas como khrémata, como cosas usuales, es el aparecer ante los
hombres. Esta es la célebre frase de Protágoras. En ella se enuncia algo
trivial e inobjetable: la vida del hombre es la piedra de toque del ser de
las cosas con que en la vida tratamos.
Este
"es" de las cosas así entendidas va a tropezar inmediatamente
con el ser de las cosas en el otro sentido, como existentes en la
Naturaleza. Entonces, Protágoras va a intentar hacer de Sabio a la
antigua. Va a querer fundamentar "científicamente" las cosas de
la vida. Tomadas como cosas existentes en la Naturaleza, la afirmación
de Protágoras lleva a hacer del "es" una relación, un prós
ti, como decía Sexto Empírico al exponer la doctrina del sofista de
Abdera. La realidad "física" de las cosas no es más que relación.
Nada es algo en sí mismo; lo es tan sólo por su relación con otro. Y en
este sistema de relaciones hay, para los hombres, una que es decisiva: la
del "aparecer". Las cosas "aparecen" ante el hombre;
al hombre le "parecen" ser de cierta manera. El ser como relación
se hace patente en el saber como opinión, como dóxa. No es un
subjetivismo ni un relativismo, sino un relacionismo.
Pero
hay otra consecuencia tan grave como la primera. No se trata de tomar las
opiniones como enunciados verbales, sino como afirmaciones que pretenden
ser verdad, que emergen, por tanto, del ser de las cosas. Salta a la vista
entonces que, sí hay opiniones diversas, es porque hay una diversidad en
cada cosa. Más concretamente: a toda opinión cabe siempre el principio,
contraponer otra diametralmente opuesta, que se nutrirá de razones
sacadas también de las cosas, puesto que son ellas las que aparecerán
opuestamente a mi vecino. El légein, el decir del animal político, está
sometido al antilégein, al contra-decir. Y como ambos decires arrancan de
la cosa misma, habrá que convenir en que la relación que constituye su
ser es, en sí misma, antilógica. De ahí la inexorable necesidad de
discutir. La discusión es esencialmente antinómica, porque el ser es
constitutivamente antilógico. Esta es la filosofía de Protágoras. Nos
encontramos a mil leguas de la racionalidad del ser que descubre la
ciencia de sus contemporáneos. Todo es discutible; porque nada tiene
consistencia firme, el ser es inconsistente. La inconsistencia del ser
frente a su consistencia. Y, por extraña paradoja, este modo de existir
en la pólis, en la ciudad, va a querer encontrar apoyos científicos. La
influencia de la Medicina ha sido, en este punto, decisiva. Puede
afirmarse, casi sin miedo a errar, que mientras la física y la matemática
han llevado a los griegos al mundo de la razón, la Medicina ha sido el
gran argumento para el mundo de la sofística. Es verdad que Anaxágoras
afirmó, según vimos, que en todo hay algo de todo. Arquitas y los matemáticos,
aun admitiendo la racionalidad de las cosas, las consideraron también en
perpetuo movimiento geométrico. Pero la ciencia decisiva que sirvió
para el efecto fue la Medicina: la importancia de la salud y de la
enfermedad, no solamente para percibir las cosas, sino inclusive para
pensarías; de suerte que el pensamiento propende a ser de nuevo un modo
de percibirías. El aparecer y el parecer van tomando así cada vez más
la acepción de "sentir". Y "ser" acabará
significando "ser sentido". La inconsistencia del ser termina en
una teoría del saber como impresión sensible. Y los sofistas se esforzarán
en traducir a la nueva filosofía la tesis de Parménides y Heráclito.
[9]
Pero
volvamos a colocar la "opinión" en el marco de la vida pública,
sólo en función de la cual tiene sentido todo este desarrollo. Toda
opinión tiene, por lo pronto, un cierto carácter de firmeza; lo
contrario sería una impresión fugaz y sin interés. Pero esa firmeza no
la recibe de las cosas, las cuales precisamente carecen de ella. La
firmeza de la opinión procede tan solo de quien la profesa, del opinante
mismo. De ahí que sí la vida requiere opiniones firmes haya que formar
al hombre. La Sabiduría ya no es ciencia: es simplemente algo puesto al
servicio de la educación (Paideia) de su physis. Y, como tal, rebasa de
la esfera puramente intelectual: no excluye el saber, pero lo pone al
servicio de la formación del hombre. ¿De qué hombre? No del hombre en
abstracto, sino del ciudadano. ¿Qué formación? La política. La sofística
ha creído formar los nuevos hombres de Grecia desentendiéndose de la
verdad. ¿Cómo?
Cuando
los ciudadanos hablan de sus asuntos es para adquirir. convicciones. Todo
lo demás va enderezado a ese punto. Así como el razonamiento es lo que
lleva al logos científico, la antilogía lleva derechamente a la técnica
de la persuasión, que es algo así como la lógica de la opinión. Como
ser es aparecer, persuadir será hacer que una opinión parezca más
fuerte que otra. Y se conseguirá cuando logre hacer vacilar al
adversario, conmoverle. El razonamiento quedará sustituido por el
discurso: es la Retórica. A partir de este momento, la Sabiduría, como
educación cívica, se concreta, por el lado intelectual, en retórica.
Pero
la retórica necesita materiales, lo que llamaríamos las ideas. Las ideas
adquieren, por su dimensión social, el carácter de cosas usuales, algo
destinado a ser manejado, más que a ser entendido, en la doble forma como
las ideas pueden ser manejadas: aprendiendo y enseñando, convertidas en máthema.
La Sabiduría como retórica conduce a La Sabiduría como enseñanza. La
educación consiste en cultivar al hombre, y en él a sus ideas, por la
enseñanza. Con ella, el sofista forma ciudadanos cultos, llenos de ideas
y capaces de utilizarlas para crear opiniones dotadas de consistencia pública.
La misma palabra que en griego designa la opinión sirve también para
designar la fama. Retórica y Cultura: he ahí la Sabiduría de la vida pública
ateniense.
* * *
Resumamos:
La Sabiduría, que era, desde sus comienzos, un saber de las ultimidades
del mundo y de la vida, muy próxima, por ello, a la religión, se
convirtió, en las costas de Asia Menor, en un descubrimiento o posesión
de la verdad sobre la Naturaleza; esta verdad sobre la Naturaleza se hizo
visión de lo que las cosas son con Parménides y Heráclito: la visión
del ser se concretó, por un lado, en ciencia racional; por otro, en retórica
y cultura en la vida ciudadana de Atenas. Tal era la situación en que Sócrates
encontró su mundo. Una situación cuyos ingredientes dinámicos le son
esenciales y que van a constituir el punto de partida de su actividad.
De Escorial, Madrid, 1940.